
09 Abr 2016 Globalización
FABRICIO DE POTESTAD (Presidente del PSN-PSOE) Diario de Noticias –
La globalización no es mala en sí misma. Al contrario, la universalización solidaria de la economía, la ciencia, la tecnología, la información, el conocimiento, el transporte, las telecomunicaciones y el trabajo digno hubiera podido reportar indudables beneficios al conjunto de la humanidad. Sin embargo, la globalización ha supuesto la configuración de dos espacios superpuestos: un fuerte poder económico de ámbito transnacional y claramente hegemónico y un poder político de ámbito estatal, cuyas posibilidades de influir y controlar al poder económico son muy reducidas. El capitalismo de mercado, recomendado por los grandes organismos internacionales, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, han configurado, sin duda, un nuevo orden mundial, que se traduce en la apertura de las economías, no solo de bienes, sino de también de capitales, eliminando cualquier regulación que pudiera impedir o limitar el libre funcionamiento de los llamados mercados eficientes. La consolidación de un espacio económico mundial otorga a la economía un enorme poder, mediante el cual condicionan las políticas que los diferentes gobiernos aplican en sus respectivos países. Los capitales pueden moverse libremente, ubicándose en aquellos países cuyas políticas les resulten más favorables. Igualmente las empresas buscan asiento en aquellas naciones en las que un mercado laboral flexible facilite el despido barato y unos costes salariales bajos. Esta posibilidad de cambiar fácilmente de destino determina que los gobiernos, sean del signo que sean, diseñen políticas atractivas para el capital y la inversión directa. De esta manera, los gobiernos de derechas y de izquierdas aplican políticas similares, no porque no existan alternativas, sino por imperativo de los mercados financieros y empresariales. No es de extrañar, pues, que Francis Fukuyama declarara la muerte de las ideologías y sobreviniese el fundamentalismo del mercado.
Los tratados de Maastricht, de Ámsterdam, conocido con el nombre de Pacto de Estabilidad y Crecimiento, y de Lisboa llevan consigo la construcción de un marco de concepción liberal que fija el tipo de políticas aplicables en los diferentes países de la Unión Europea, estrechando considerablemente los márgenes de divergencia entre gobiernos neoliberales y socialdemócratas, pese a sus claras divergencias ideológicas. La consecuencia más grave de la hegemonía del poder económico, no elegido democráticamente en las urnas, ha sido la devaluación de las democracias occidentales, que parecen haber perdido reputación, legitimidad y eficacia. En este sentido, los gobiernos de las democracias nacionales se muestran limitados, mediocres, frustrantes e incapaces de cumplir sus promesas electorales, pues están situados fuera del escenario en el que se toman las decisiones económicas más trascendentales. Los gobiernos estatales, apresados en la era de la austeridad impuesta por el poder económico supranacional, ven como la reducción del gasto presupuestario disponible dificulta la inversión discrecional en políticas sociales, lo que obviamente perjudica más a los partidos de izquierdas que a los de derechas. Así, los países europeos se encuentran atrapados en la unión monetaria, sin apenas margen para corregir en su seno el desempleo, la precariedad salarial o la pobreza y exclusión social, y menos aún para ofrecer una salida digna a la dramática diáspora de inmigrantes y refugiados o para combatir la hambruna de los países tercermundistas. Esta falta de soberanía nacional y, en definitiva, de la posibilidad efectiva de alternativas políticas desanima, distancia y despolitiza progresivamente a la ciudadanía hasta el punto que llega a mostrarse descreída, indiferente e incluso hostil hacia los políticos y sus respectivos partidos. En la actualidad es evidente, como lógico corolario, el descenso de la participación electoral, la disminución de la afiliación a los partidos políticos, la mayor volatilidad e impredecibilidad de las preferencias de voto, la fragmentación del voto y su desplazamiento a formaciones políticas de corte demagógico o incluso de extrema derecha. La conclusión inmediata, como dice Peter Mair, es que se está produciendo una desilusión bastante extendida de la ciudadanía con la política de partidos, de tal suerte que el electorado se comporta de forma cada vez más contingente, accidental y fortuita. En la actualidad, como afirma Giovanni Sartori, asistimos a la política mediática, que lejos de ser un asunto serio, es un espectáculo más o menos entretenido, que se sustenta en la opinión frívolamente argumentada en vez de en el rigor y el valor añadido de las propuestas. En definitiva, se ha configurado un espacio ideológico mucho más confuso y promiscuo de lo que desearían los guardianes de las esencias, en el que la socialdemocracia no debe resignarse a disfrutar del monopolio de la utopía y la ilusión, ni limitarse a reparar mínimamente los efectos colaterales del neoliberalismo. Es cierto, como dice Innerarity, que la política es siempre decisión condicionada y acción en contexto, pero la socialdemocracia europea está obligada a afrontar este complejo desafío mediante la elaboración de un discurso o relato que provea a la sociedad de una realidad alternativa con vocación innovadora e internacional.